Mar adentro
Allí, al azul más azul, a lo más “jondo” del océano, es a donde una tiene que ir para encontrarse a sí misma y sanar sus heridas.
Qué duro y qué difícil es mirarse en el espejo y sacar lo peor de ti misma, separarlo por capas y examinarlo con lupa.
Por eso a veces hay que escapar al mar, a respirar hondo, porque el mar es sanador. Allí me fui a ver a mis tíos, que llevan 30 años veraneando en el mismo Hostal, en la misma playa. Pienso que es bueno volver a las raíces de vez en cuando a estar con quienes me han visto nacer y crecer. Eso me ayuda a situarme de nuevo, a saber de dónde vengo y a recordar quién soy. Ahí soy Aroa y punto. Cero esfuerzos por decir, o hacer. Tan sólo estar.
Ahí estoy más cerca de la niña risueña que no quiero olvidar, esa que se muere de risa con cualquier cosa graciosa, le encanta dar clases a sus muñecas, construye un hospital repartiendo los muñecos por todas las habitaciones, viaja subiéndose a la lavadora centrifugando y tiene miedo de la oscuridad, pide agua, beso y abrazo antes de dormir, ha intentado mil veces aprender a patinar y sólo ha conseguido rasparse las rodillas, se sabe de memoria las películas de los Hermanos Marx, le encanta leer, cantar y bailar, pide todos los días un hermanito y aprende a cocinar con las recetas de la abuela.
Queridas abuelas, cuánto y cómo os echo de menos. Qué coja se queda una familia sin abuelos.
Hoy esa familia, que se ha quedado pequeña, coja y herida, me acoge y me devuelve allí, a cuando era pequeña, sólo con un abrazo.
Y esos recuerdos van y vienen con las olas. Cuántas cosas se lleva y trae el mar.